Reconocer el cauce de los ríos como un hecho social, donde se gesta y desarrolla la existencia de las comunidades rivereñas, implica, además de acercarnos a las prácticas cotidianas para la vida de estos grupos humanos (Sembrar, pescar, nacer, curar, morir, ritualizar), mirar también aquellos sucesos que rompen la armonía en esta línea de vida.
Cuando el conflicto armado irrumpe en un territorio, no sólo los humanos sufren; el fuego de la violencia arrasa con la vida natural y entidades existenciales como los animales, los árboles y los ríos entran a ser víctimas de la lógica de quienes detentan el poder, no importa el bando.
Cuando los ríos empezaron a recibir cadáveres desmembrados en lugar de atarrayas, placentas en alumbramiento, piraguas y cantos, su realidad, históricamente asociada a la fertilidad (Por eso su relación prehispánica con la serpiente, como símbolo del poder femenino para gestar y parir), fue reemplazada por una suerte de mancha que cubrió toda esta carga simbólica de vida.
Los ríos llevan sobre sus lomos la memoria de los pueblos, sus corrientes dan cuenta de la realidad humana, esa que subyace sobre una finísima línea entre la paz y la guerra.

Esta serie de ilustraciones que hice hace un año, hacen parte del informe sobre el conflicto en el oriente antioqueño junto a  la corporación Conciudadanía.